A propósito del libro: Miguel Cortés Arrese,
Vidas de cine: Bizancio ante la cámara,
Catarata, Madrid, 2019, 216 páginas

About the book: Miguel Cortés Arrese,
Vidas de cine:Bizancio ante la cámara,
Catarata, Madrid, 2019, 216 pages

Grad. David Sierra Rodríguez
Historiador
Universidad de Granada

Recibido el 30 de Abril de 2019
Aceptado el 20 de Junio de 2019


Miguel Cortés (1) ha escrito un libro que viene a llenar un vacío en los estudios del cine sobre la Antigüedad Tardía, especialmente en la lengua de Cervantes. Es realmente una situación aneja a la propia marginación historiográfica (más cualitativa que cuantitativa) de los siglos V, VI y VII d.C. y, en concreto, de todo el recorrido medieval de Bizancio, un imperio que no tuvo fundación porque siempre se consideró a sí mismo romano; pero que fue convenientemente separado de sus orígenes por la historiografía europea.

El autor nos llama la atención, ya desde las primeras páginas, sobre cómo estas dinámicas se han traducido al cinematógrafo. Si bien en los primeros andares del cine histórico la pluralidad temática y creativa era más acusada, con ejemplos, para el caso que nos ocupa, como Les torches humaines (1907), del genial Méliès, o Teodora (Ernesto Maria Pascuali, 1909); con la industrialización del cine y la producción sistematizada de rollos, la Antigüedad en el nuevo medio encontró a Julio César, Marco Antonio, Cleopatra y las dinastías altoimperiales como sus más asiduos portavoces, siguiendo un hilo que data de la pintura de la Ilustración. El proceso histórico antiguo representado par excellence fue la crisis terminal de la República romana, seguido de las vicisitudes maniqueas de los emperadores, desde la locura de Nerón a la sabiduría política de Marco Aurelio. Bastará recordar películas de guion sencillo pero de gran calado como La caída del Imperio romano (Anthony Mann, 1964), que planteaban explícitamente esa ruptura entre el Alto Imperio y lo que vendría después -incluyendo Bizancio-, esencialmente diferente, decadente, corrupto, envilecido y perverso.

Con todo, temáticas tan caras a los nacionalismos como las invasiones bárbaras, la formación de proto-estados desgajados del poder central romano, el conflicto entre paganos y cristianos, la renuncia y el silencio, o la exuberancia tardoantigua de la corte constantinopolitana son platos demasiado codiciados para dejarlos de lado. Y es que, tal y como se recuerda en el prólogo, el cine es el arte que contiene la mayor fuerza intrínseca como para crear un pasado imaginario. De este modo, el libro entra de lleno en la temática repasando de forma somera el hilo de películas ambientadas en estos siglos, como Ágora (Alejandro Amenábar, 2009) o Agostino d’Ippona (1972), de Rossellini, entre otras muchas. Es justo agradecer al autor sus menciones no solo a obras producidas en Europa y Estados Unidos, sino también en lugares como la URSS (Rus iznachalnaya, Gennadi Vassiliev, 1986) y Grecia (Meteora, Spiros Stathoulopoulos, 2012). A partir de este preciso instante se empieza a vislumbrar que el material tratado en Vidas de cine será más amplio de lo que en un primer momento daría a entender el título de la obra. Se desvela que la obra cubrirá no solo Bizancio sensu stricto (Teodora), sino también temas achacables a la Antigüedad Tardía y a la órbita cultural de Bizancio, como el ascetismo y la religiosidad (Simón del desierto; Fratello sole, sorella luna), el monacato (Andrei Rublev) o, en el primer capítulo, las invasiones bárbaras (Il terrore dei barbari, Carlo Campogalliani, 1959, entre otras).

Para abordar esta empresa el autor opta por adoptar una estructura compartimentada: tras el Prólogo (a cargo de Giorgio Vespignani) una introducción («Bizancio ante la cámara») prepara el contexto general del cine de la época para, a continuación, tratar cuatro películas de forma pormenorizada. Cierra un epílogo («Películas que hablan de nosotros») a modo de reflexión sobre el papel de Bizancio tras Bizancio y conclusiones. Es, en definitiva, una elección organizativa clásica pero funcional en último término.

Si bien esto no deja de ser cierto, pensamos que algunas sugerencias dotarían al aparato metodológico de más dinamismo interno, especialmente a la hora de interrelacionar más estrechamente los contextos históricos -bien documentados, pero en ocasiones quizá demasiado extensos- con los sujetos de estudio. Esto, creemos, contribuiría a reducir la pátina descriptiva que a veces transmite la obra, que podría gozar de una mayor potencialidad a la hora de problematizar los estudios de caso y de justificar su elección. De nuevo a modo de sugerencia, no nos resistimos a indicar el enorme caladero que resultaría de analizar, en futuros trabajos, muchas de estas obras desde una perspectiva orientalista -entendida como una visión mediatizada por occidente de lo oriental.

Es indudable, por otro lado, que, dada la estructura escogida, los estudios de caso seleccionados son claramente satisfactorios. El autor hace gala de virtuosismo y eclecticismo a la hora de seleccionar las cuatro obras, muy diferentes entre sí salvo por la pertenencia a una época histórica. De este modo, el libro se adentra en los pensamientos geniales de Luis Buñuel; explora la relación de la sociedad rusa con el pasado medieval en Andrei Rublev; analiza una película polifacética de factura italiana como Teodora, Imperatrice di Bisanzio; o la vida interior y exterior de san Francisco en Fratello sole, sorella luna. Huelga decir que el armario documental del que hace gala Cortés, en forma de citas bibliográficas, es más que correcto, saltando con soltura entre el pasado y el presente; y también es de agradecer la inclusión de varias páginas de imágenes.

Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965) ocupa un lugar preeminente en la obra, de tal suerte que, en su capítulo correspondiente -el primero de los análisis-, las relaciones entre la contextualización histórica, la cinematográfica y el análisis histórico de la película fluyen con facilidad. El mediometraje es abordado desde el pensamiento de su director y, supeditado a ello, desde un repaso histórico general. Y es que Buñuel se documentó de tal manera que todo el contexto histórico pivota en torno a él. El autor nos rescata el proceso de confección del mediometraje; una mezcolanza entre la libertad artística del director y toda una notable labor fotográfica, cinematográfica y de documentación histórica. Aparejada se encuentra la temática ascética, rara vez vista en el cine y a la que, conociendo de sobra, Buñuel imprime su sello personal. Esta relación, casi dialéctica, entre el artista y el ascetismo estilita, queda bien expresada por Cortés a la hora de describir la caracterización de Simón (Claudio Brook) en la película: su alimentación, su estado físico, su carácter como fusión de varios estilitas históricos; así como hechos aparentemente cómicos e inventados pero realmente bien fundamentados, como el cambio de columna, las tentaciones del diablo (con forma de mujer en la película) o las peculiares relaciones entre el pueblo, el clero, las autoridades y Simón. Para cerrar, si bien se pasa algo por alto la explicación del excéntrico final, sí consta la justificación del poco presupuesto para que Buñuel no llevara a buen puerto el desenlace original que tenía en mente.

Teodora es el otro pilar que sostiene esta obra. Desde las primeras páginas advertimos el interés del autor por el personaje histórico, que poco a poco va introduciendo hasta llegar al capítulo dedicado a ella y a la película de nombre Teodora, Imperatrice di Bisanzio (Riccardo Freda, 1954). Seguramente el rol central que ocupa Teodora como representante de lo bizantino en la cultura popular haya sido de importancia capital para ser una de las protagonistas de la obra de Cortés. Tal es así que, realmente, en su capítulo se habla de la película al final, tras hacer un largo repaso por Sardou, Chini, Fiorentino o Carlucci, entre otros. Teatro, pintura y cine son tenidos en cuenta por el autor para analizar con perspectiva los diferentes tratamientos historicistas de la figura de la emperatriz: melancolía, lujo, orientalismo. Es digno de mención el paralelismo del que nos advierte el autor entre el arte musivario de la época y las representaciones cinematográficas de Bizancio, tamizadas por un gusto por la ostentación y el lujo, especialmente en las mujeres. Dentro de este apartado ocupan un lugar central Rávena y los mosaicos de San Vital, fuente inagotable de inspiración estética e interpretación psicológica para caracterizar a los personajes de la corte de Justiniano. Personajes que, en esta película, no van a orbitar en torno al emperador, sino, y a diferencia de otras obras, alrededor de una Teodora (Gianna Maria Canale) de fina inteligencia política y electrizante carácter, llevada a la vida por un director reaccionario al neorrealismo y admirador del cine estadounidense. Los temas salen, de esta forma, de los espacios de la lucha de clases y el pueblo llano para volver a los idealizados tiempos imperiales y a las «grandes mujeres» como sinónimo de erotismo. Con gran profusión de detalles, Cortés analiza todo el proceso creativo, técnico y estético de este representativo peplum.

Rusia como hermana de la cultura bizantina y ortodoxa ostenta un lugar importante en el libro a través de la figura del monje y artista Andrei Rublev, en la película homónima de Andréi Tarkovski (1966). El afamado director ruso encontró en el pintor de iconos del siglo XIV una fuente de inspiración, de sensibilidad artística y de reflexión humanística, a la vez que de fraternidad en medio de un contexto desolador. Es el capítulo con más epígrafes y probablemente el más complejo, en el que Cortés va analizando una a una todas las secciones en las que se divide la película y relatando el viaje exterior e interior de Rublev (Alexei Solonitsyn) —y, por extensión, de Tarkovsky. No es una película histórica al uso que, pese a que sus creadores se documentaron sobradamente bien, quedó cerrada y centrada en la reflexión, los sentimientos y en la estética, buscando una genealogía del arte y espíritu rusos, estableciendo paralelismos con la realidad soviética.

El último de los capítulos analiza la figura de san Francisco, encarnado por Graham Faulkner y dirigido por Franco Zeffirelli (1972), un director de profunda formación artística y escenográfica, muy influenciado por Giotto. Cortés sitúa esta película en la periferia de la influencia bizantina, justificando en parte su entrada en el libro por las bellas tomas grabadas en la catedral de Monreale, joya del arte normando siciliano que pretendía competir con el arte de la corte constantinopolitana. La solemnidad y esplendor del lugar sirvieron al regista para recrear la corte papal, una ubicación que ocupa buena parte del análisis del autor, preocupado por intentar transmitir las implicaciones artísticas, religiosas y escenográficas de la elección de este lugar. Una película que, como todas, bebió de su propia época al actualizar la figura de Francisco, contestatario y humilde, pero no un rebelde como los hippies anti-Vietnam del momento. Resulta sintomático que recibiera críticas agridulces.

Cortés no cierra su libro con unas conclusiones al uso, pero sí con un pequeño epílogo que sirve a la vez de repaso y de reflexión interna. No habría habido tanta ruptura entre la Bizancio anterior a la conquista y la Estambul posterior. Los modos de vida bizantinos pervivieron en época otomana, así como el hechizo que suscita la urbe. Tal es así que ha sido el espacio protagonista de numerosas obras fílmicas, desde James Bond a Tintín. Y no solo Estambul -nos recuerda Cortés-, sino que la cultura bizantina ha pervivido a través de ese fenómeno internacional que es El Greco, diestro en técnicas que siglos más tarde se usarían en este oficio (como la falsa iluminación, la desproporción o la composición arbitraria de paisajes), que ha fascinado a directores de la talla de Eisenstein o Elia Kazan.

Vidas de cine es, en definitiva, un libro solvente que, aunque contenga, a nuestro entender, algunos aspectos formales completables, presenta una útil panorámica general acompañada de casos concretos que, en conjunto, funciona bien. Todas las películas tienen como común denominador la enorme dedicación y reflexiones en torno a este mundo de sus directores, en muchos casos originales y valiosas, por lo que su exposición y estudio quedan más que justificados. No hay que olvidar que, en tanto en cuanto nos referimos a épocas consideradas históricamente periféricas por la historiografía, las obras que reivindiquen su peso en la cultura contemporánea y valía intrínseca son necesarias.

Notas

(1) Miguel Cortés Arrese es catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Castilla-La Mancha. Ha sido autor y coordinador de numerosas obras sobre arte bizantino, medieval y moderno, así como, entre otros, de recepción (Constantinopla: viajes fantásticos a la capital del mundo, Madrid, 2017). Ha participado en actos académicos a lo largo de toda la geografía española y en la actualidad prepara un ensayo sobre arte y literatura de viajes.


 

[PDF]

VOLVER

ISSN 1988-8848