LAS HEROÍNAS TRÁGICAS GRIEGAS
EN LA FILMOGRAFÍA DE JULES DASSIN
The Greek tragic heroines in Jules Dassin's filmography
Lcdo. Alejandro Valverde García
Filólogo Clásico
Baeza
Recibido el 18 de Octubre de 2012
Aceptado el 13 de Noviembre de 2012
Resumen. La filmografía del director norteamericano Jules Dassin es mucho más que cine negro. A su primera etapa en Estados Unidos siguió otra más creativa y libre, marcada por su encuentro personal y artístico con la actriz Melina Mercuri. Comprometidos ambos, desde sus inicios, con el mundo del teatro, encontrarán en el cine un vehículo idóneo para actualizar los inmortales textos trágicos escritos por Eurípides. El presente artículo pone de manifiesto la relevancia de la Tragedia Griega Antigua en estas películas, especialmente en Fedra (1962) y en Gritos de pasión (1978), con las que el director acerca las obras clásicas y su mensaje al público y a los problemas de su tiempo.
Palabras clave. Tragedia griega, Cine, Jules Dassin, Melina Mercuri, Eurípides, Fedra, Medea.
Abstract.North American director Jules Dassin better known for his noir movies, is author of another type of important filmography needing study. His first USA phase of film production was followed by another more creative one, marked by his personal and artistic relation with actress Melina Mercouri. Both were committed, from the beginning of their careers, with the theatre world and both found cinema as a suitable way to update the reading of the immortal tragic texts written by Euripides. The text highlights the relevance of Ancient Greek Tragedy in Dassin´s films, especially in Phaedra (1962) and in A Dream of Passion (1978), putting in relation the message of classics and the struggles in contemporary world.
Keywords.Greek Tragedy, Film, Jules Dassin, Melina Mercouri, Euripides, Phaedra, Medea.
El director de cine Jules Dassin (1911-2008) ha pasado a los anales de la historia de la cinematografía mundial fundamentalmente por sus intrigantes y desgarradoras películas de cine negro en su primera etapa artística norteamericana. Sin embargo su actividad creativa se fue consolidando y enriqueciendo cuando, traspasando las fronteras de los Estados Unidos, dio el salto al continente europeo. Primero fue Francia el país que le abrió las puertas pero, a continuación, las Musas lo estaban esperando a los pies de la Acrópolis de Atenas, que conoció de la mano de la que se habría de convertir en su esposa y musa definitiva, la actriz griega Melina Mercuri. Juntos fueron emprendiendo distintos proyectos, cada cual más interesante, con un denominador común: la innegable relevancia de los personajes femeninos en las antiguas tragedias griegas y la posible traslación de sus sufrimientos a los problemas cotidianos de la mujer del s. XX. En esta aventura helénica a través de los siglos siempre veremos, como telón de fondo, el emblemático y maltrecho Partenón. Ya sea a través de tomas aéreas (Fedra), o fotografiado detrás de los protagonistas asistiendo a sus confidencias (Nunca en Domingo) y a sus desamores (Gritos de pasión), el eterno templo de la diosa Atenea parece recordar al espectador que, a pesar del paso de los siglos, el destino de cada hombre y de cada mujer sigue siendo uno y el mismo.
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Dassin se había formado como actor de teatro experimental en Nueva York entrando en contacto con los textos de Brecht, Chejov e Ibsen y entablando una amistad duradera con un jovencito Orson Welles (Castro 2002: 102). Más tarde funda en Hollywood lo que será el germen del futuro Actor´s Studio de Kazan: el Actors Lab, en el que trabajará, codo con codo, al lado de actores como Charles Laughton, Anthony Quinn y Jessica Tandy. Pero es demasiado exigente consigo mismo y su autocrítica le lleva al convencimiento de que su camino no va por la interpretación. Así empieza a formarse como ayudante de dirección con Alfred Hitchcock y, a continuación, dará el paso a la dirección de una serie de películas que no le dejan satisfecho ya que la política de los estudios cinematográficos le prohíbe terminantemente escribir sus propios guiones o participar en el montaje final del material filmado. Son, por tanto, películas de encargo en las que intentará ir dejando su sello personal. Encasillado en el cine negro, introducirá algunos elementos del neorrealismo italiano al gusto de Rossellini (Valverde 2003: 89) y creará un estilo personal que los críticos empiezan a catalogar como “pseudo-documental”. Se trata de mostrar con gran crudeza y realismo los suburbios de las grandes ciudades, recurriendo constantemente a temas como la violencia y la justicia.
La “caza de brujas”, conocida también como “maccarthismo”, va a salpicar su prometedora carrera en los Estados Unidos hasta el punto de forzar a Julie a un exilio que, paradójicamente, le salvará de la tremenda esclavitud creativa que había padecido hasta ese momento. Así, tras el éxito abrumador de su film francés Rififí, Dassin va a ir descubriendo paulatinamente los tesoros de la literatura neohelénica y en 1956, animado por Melina Mercuri, a la que había conocido en el Festival de Cannes el año anterior (Karalis 2012: 92), comienza las gestiones para llevar a la gran pantalla la novela más famosa del escritor cretense Nikos Kazantzakis, Zorba el griego, que terminará rodando ocho años después Michael Cacoyannis. Sin embargo, el segundo proyecto sí se llevará a cabo felizmente al año siguiente. Se trata de la adaptación cinematográfica de otra famosa novela del mismo escritor, Cristo de nuevo crucificado, que se estrenará como El que debe morir. Filmada con actores franceses y con lugareños de la isla de Creta, esta película supone el primer fruto del amor y de la pasión que en Dassin encendieron tanto Melina como su patria y su cultura, una llama tan potente que ya nunca se apagará, antes bien, con el paso de los años, se hará tan fuerte que ni siquiera su labor artística podrá contenerla. Esa es la razón por la que, en los últimos años de su vida, tuvo que dejar el cine y el teatro en un lugar secundario, entregándose en cuerpo y alma a proyectos culturales como la presidencia de la “Fundación Melina Mercuri”, la lucha por la restitución de los mármoles del Partenón y la construcción del Nuevo Museo de la Acrópolis de Atenas.
En el año 1960 nos encontramos la primera referencia directa a la Tragedia Griega Antigua en la filmografía de Jules Dassin. Nunca en Domingo es una parábola del “american way of life” escrita por el director en clave de comedia (Castro 2002: 67) y, por problemas de financiación, él mismo tuvo que ocuparse de interpretar el papel protagonista, Homer, un escritor norteamericano que viaja a Grecia para descubrir las fuentes de la cultura occidental y que juega a hacerse el Pigmalión intentando educar a una alegre prostituta del Pireo (Melina Mercuri). Para lograr su propósito no dudará en engañarla y aliarse con el hombre sin rostro, el chulo que domina el mercado sexual del puerto ateniense. Pero, al final de la película, Ilya y sus amigos saldrán venciendo y Homer tirará su bloc de notas al Egeo como señal de que se da por vencido. Son más las cosas que los griegos le han enseñado a él que lo que hayan podido aprender éstos sobre sus pesadas charlas sobre la democracia, la política, la filosofía y la literatura.
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Ilya no soporta el final trágico que aquellos antiguos griegos se empeñaban en dar a todos sus mitos (Winkler 2009: 150). En su fiesta de cumpleaños todos sus amigos le piden que cuente esas viejas historias, y es que la joven tiene una imaginación desbordante para inventarse finales mucho más divertidos. “Y al final –gritan todos a coro– se iban a la playa”. Nada de problemas ni asesinatos, que bastante amarga es la vida ya. Por eso a Homer este empeño en querer esquivar la cruda realidad le saca de sus casillas. Ilya manda al cuerno a Aristóteles y a su catarsis. ¿Cómo va a poder una madre matar de verdad a sus propios hijos, a los que ama con locura? (Valverde 2008: 111). De este modo, Dassin nos presenta una secuencia filmada en el Odeón de Herodes Ático, a los pies de la Acrópolis, en la que Aleka Katseli, daga en mano, da vida a la cruel Medea y, en el momento de mayor tensión, Ilya guiña un ojo a Homer porque bien sabe ella que todo aquello no es verdad. Y tiene razón porque, al terminar la representación, todos los actores salen a la “orchestra” a recibir los aplausos del público, incluidos unos niños, los supuestos hijos de Medea, que están vivitos y coleando.
Se podría pensar que Julie pretendía banalizar o ridiculizar los antiguos textos trágicos de Eurípides desacreditándolos. Nada más lejos de la realidad. La profunda sabiduría que estas obras contenían dejó a nuestro director impresionado hasta tal punto que gran parte de su trabajo creativo lo canalizará, a partir de este momento, hacia la recuperación y revitalización de la Tragedia Griega. Le interesa sobre todo la descripción de la complejidad psicológica de los personajes, sobre todo de las heroínas, mujeres de carne y hueso puestas en situaciones de sufrimiento insoportables.
El guión de Nunca en Domingo es mucho más serio y denso de lo que a simple vista parece. De hecho, el público se quedó con la capa superficial del film y no supo captar todas las críticas que Dassin hacía en las distintas escenas en las que Homer hacía el ridículo. Quizás fuera por eso por lo que la película triunfó rápidamente por todo el mundo, catapultó a la fama a Melina e hizo tan populares aquellas alegres canciones de Jadsidakis.
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El cine griego, después de conocer una época de gran esplendor en la década de los años 50 marcada por la influencia del estilo neorrealista italiano (López 2007: 137), empezó a experimentar con nuevas formas en los 60, buscando su inspiración en la tradición clásica pero de una forma diametralmente opuesta a como lo habían hecho en la década precedente los especialistas en películas menores sobre la Antigüedad Clásica. Estos films, conocidos como péplums, presentaban estereotipos femeninos de una sola pieza que solían ajustarse a la imagen de la mujer virtuosa y, en contraposición a ésta, la de la bella malvada (Lapeña 2005: 425). Lejos de estas simplificaciones un tanto caricaturescas, los directores griegos retornan a sus fuentes clásicas para recuperar la poderosísima figura de las grandes heroínas trágicas. Yorgos Tsavelas fue el primero en llevar a la pantalla una antigua tragedia griega, la Antígona de Sófocles concretamente. Mediante la película que en 1961 filmó con Irene Papas y Manos Katrakis demostró que, alejándose del simple teatro filmado, el lenguaje cinematográfico le había proporcionado recursos que, utilizados de forma adecuada, embellecían y acercaban al espectador el texto original sin tener que traicionarlo o desvirtuarlo. El segundo trabajo que avanza en esta línea será la Electra que Michael Cacoyannis estrena en 1962 y que obtiene multitud de premios en diferentes festivales internacionales de cine por el gran realismo con el que el director ha concebido el guión y por su magistral dirección de actores. No sólo la crítica especializada elogia el film, también profesores de reconocido prestigio en el campo de la Filología Clásica alaban la forma de recrear el texto. Dassin se suma a esta corriente ese mismo año con una dinámica película (Solomon 2002: 284), que se inspira en el Hipólito de Eurípides pero sin pretender seguirlo fielmente. De hecho, el propio director comentaba que “no tenía nada de tragedia griega” sino que era, más bien, “un drama burgués” (Castro 2002: 134). Lógicamente no estamos de acuerdo con esta afirmación. Ya hemos comentado que Julie, caracterizado por una humildad, cercanía y modestia realmente sinceras, fue también despiadadamente autocrítico, lo cual le llevó en no pocas ocasiones a minusvalorar sus propias obras. Lo que sí es cierto es que su punto de vista hace que el antiguo drama ático se convierta en un melodrama cinematográfico (García 1998: 202), influido por el neorrealismo pero también por la “nouvelle vague” francesa de los años 60 (Simôes 2012: 148).
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El guión de Fedra está basado en una adaptación teatral escrita por Margarita Liberaki que traslada el lejano mundo mítico al ambiente de la “jet set” ateniense, tomando como protagonista a la atractiva y desgraciada mujer de un multimillonario armador griego, el ocupadísimo señor Thanos Kyrilis, cuyo hijo Alexis (fruto de su primer matrimonio) anda perdido por Londres llevando una vida bohemia con la única ilusión de comprarse un coche de lujo. Dassin tomará del texto de Eurípides aquellos elementos que le convengan pero, como es lógico, no seguirá la rígida estructura teatral. Nos presenta un coro de mujeres enlutadas que interviene en dos momentos del film añadiendo dramatismo a la acción (Valverde 2003: 94) y utiliza el suspense y la ironía, que eran también característicos en el estilo euripídeo. Además queda patente su habilidad para crear ambientes y para construir secuencias cuidadas al más mínimo detalle, como la del adulterio, en la que cada imagen está cargada de símbolos que juegan un papel estético y, al mismo tiempo, metafórico de gran originalidad (Salvador 2008: 517). Encomiables resultan también la banda sonora de Mikis Theodorakis y la fotografía de los exteriores de la isla de Hydra, obra de Jacques Natteau (MacKinnon 1986: 101).
Dassin, que luchó siempre por defender su necesidad de ser libre en cualquier proceso creativo y que actuaba siempre de forma coherente según sus propias ideas, se arriesgó con Fedra a un posible fracaso de crítica y de taquilla (Castro 2002: 75) pero quiso asumir el riesgo. Esta vez el problema residía en que el argumento podía escandalizar al público, de forma que le costase adentrarse en la atormentada psicología de cada uno de los personajes. Por otro lado, los críticos franceses empezaron a escribir despectivamente sobre “la etapa mercurial” de Dassin, que a grandes líneas podríamos resumir como un período de escasa calidad cinematográfica en el que el director, manejado por su esposa, concebía cada película como un nuevo producto al servicio única y exclusivamente del lucimiento de la diva griega. A esto cabría añadir lo poco convincente que resultaba la pareja protagonista: una Melina en todo su esplendor que parecía devorarse al joven Perkins (Solomon 2002: 285). Con este panorama no es de extrañar que la acogida fuese un tanto fría y que el poder purificador de la catarsis propio de las antiguas obras teatrales no surtiera efecto en las salas de proyección. A nuestro modo de ver, él hizo lo que creía que tenía que hacer. Cumplió su misión, que en aquel momento no era otra que la de plasmar el dolor existencial que produce cualquier tipo de insatisfacción. En el drama cotidiano de cada vida particular, como en la película que nos ocupa, no existe un límite definido con claridad entre buenos y malos, sino que todo hombre tiene su parte de víctima y de verdugo al mismo tiempo. La secuencia final de Fedra, construida sutilmente por medio del perfecto engarce de diferentes acciones rodadas en tres escenarios diferentes (el dormitorio de Fedra antes de su suicidio, la carretera en la que ocurrirá el accidente de Alexis y el despacho de Thanos en el que el magnate da a las lugareñas el nombre de sus familiares ahogados), es un buen ejemplo de la genialidad del director (Valverde 2003: 93) y de la calidad artística del film, pero además es un canto al maravilloso regalo de la vida y de la libertad (Valverde 2003: 100). De este modo Dassin actualiza el mensaje del inmortal texto dramático de Eurípides y le da un nuevo impulso.
Por si la experiencia americana no le había bastado, Julie va a tener que enfrentarse nuevamente al exilio en 1967. La dictadura impuesta por los coroneles en Grecia obliga a Melina y a su marido a refugiarse en distintos países europeos y, finalmente, en los Estados Unidos. Pero, como todos los ataques sufridos producen siempre, para contrarrestar, un efecto de enorme creatividad, la pareja sigue trabajando sin descanso y, al mismo tiempo, empieza a luchar por el restablecimiento de la democracia dando mítines por las calles, ante los medios de comunicación e incluso al finalizar cada una de sus representaciones en el off-Broadway de Ilya Darling, la versión teatral de Nunca en Domingo (Valverde 2008: 112).
Este retorno a los escenarios les da un nuevo impulso que cristalizará en el rodaje casi clandestino de El ensayo (1974), una verdadera joya cinematográfica filmada en poco tiempo y gracias a la colaboración desinteresada de amigos famosos que se querían unir a la denuncia de la dictadura. De estilo casi documental (Karalis 2012: 172), esta cinta nos plantea el proceso creativo partiendo de los mismos ensayos teatrales como si se tratase de una gestación. Melina, emocionada con el recuerdo de este proyecto, decía que, a pesar de la pobreza de medios con que contaban para filmarla, lograba condensar de forma sorprendente la cólera, la dignidad y la belleza del pueblo griego (Mercuri 1991: 11). A pesar de esto, el público nunca llegó a conocerla y fue pronto olvidada, ya que, cuando estaba a punto de estrenarse, cayó la Junta de los coroneles, así que su distribución y comercialización quedaban fuera de lugar.
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Melina, formada en los inicios de su carrera por Dimitris Rondiris, se había sentido atraída desde muy joven por la Tragedia Griega. Su maestro les había enseñado a adherirse a ella como a una orden religiosa. Así, cuando el matrimonio vuelve a Grecia transformado por su destierro temporal (Christie 2001: 147), ella compaginará su campaña política en el Pireo con la representación del papel de su vida y, en su opinión, el más grande que jamás se haya escrito para la escena, el de Medea (Mercuri 1991: 13). El director del Teatro Estatal del Norte de Grecia, Minos Volanakis, realizó en 1976 una hermosa versión del texto de Eurípides en griego moderno y ofreció a Melina el papel principal, lo cual supuso para ella la recompensa a todos los esfuerzos que había realizado hasta entonces por su país, por el teatro y por el cine. La réplica, encarnando a Jasón, se la daba el actor Dimitri Papamijaíl, aquél que, en una breve aparición estelar, se había puesto en la piel del marinero iniciado en los placeres del amor por la prostituta Ilya en Nunca en Domingo. Mientras tanto, Dassin, que vive muy de cerca lo que se cuece entre bambalinas, comienza el guión de su próxima película, con la que se va a despedir de la dirección cinematográfica. Su último film, Gritos de pasión, se construye sobre un juego de perspectivas inteligente que hace al espectador adentrarse en los vericuetos de la mente de tres Medeas distintas: la mítica (a través de los ensayos que se realizan para su representación en el teatro de Delfos), la real (la americana Brenda Collins, que ha asesinado a sus tres hijos para vengarse de su infiel esposo) y una tercera, Maya, que es una actriz en el otoño de su vida profesional, encargada de dar vida a la hechicera de la Cólquide y obsesionada por conocer hasta los más ocultos secretos de la infanticida (Valverde 2008: 114). Las visitas a la cárcel y los encuentros entre las dos mujeres van jalonando el film, que, al mismo tiempo, nos plantea una seria reflexión sobre el proceso creativo, el arte, la fama, la ética profesional, los medios de comunicación y, en concreto, la interpretación y la dirección teatral y cinematográfica. En este sentido podemos afirmar que es la película más autobiográfica de Julie, y él mismo confesaba que era una de las que guardaba mejor recuerdo (Castro 2002: 154).
Curiosamente, tras la caída de la dictadura, el cine griego vuelve a conocer un nuevo momento de esplendor y, coincidiendo con la presidencia del Greek Film Center a cargo de Yorgos Tsavelas, encontramos dos nuevos acercamientos a la Tragedia Griega Antigua. Cacoyannis, por un lado, retoma los textos de Eurípides y filma en 1977, siguiendo su característico realismo trágico, Ifigenia, con la que logra alcanzar el clímax de su madurez creativa. Dassin, por su parte, rueda al año siguiente Gritos de pasión, contratando a sus actores favoritos (muchos de los que intervenían en Nunca en Domingo y en Fedra) y a parte del equipo de la película de Cacoyannis (Arvanitis, Fotópulos), los mejores especialistas en la recreación del drama antiguo. En esta ocasión pretende acercar el original euripídeo pero partiendo de la propia representación teatral, por lo que su estilo, heredero directo del de Ingmar Bergman (a quien dedica el film en los títulos de crédito), más que fílmico se ha catalogado como “metatrágico” (MacKinnon 1986: 126). Quizás por eso la película no tuvo la repercusión y el éxito que se merecía, y, aunque resultó nominada a la Palma de Oro en el Festival de Cannes y al Globo de Oro como mejor film extranjero (Karalis 2012: 187), no era apta para todos los públicos. Nuevamente Dassin ponía todas sus cartas sobre la mesa y se lo jugaba todo, presuponiendo que el espectador seguiría su propuesta “caleidoscópica”. Y, en nuestra opinión, dio en el clavo al presentar, de forma concatenada, como sólo él podía hacerlo, la compleja psicología del personaje de Medea, fiel reflejo de la que pudo contemplar en escena el público ateniense en la primavera del año 431 a.C., sumido en el espanto y el horror. Tampoco Eurípides consiguió el primer puesto en el certamen teatral de aquel año. Su público digería con dificultad la contraposición que se les presentaba entre planteamientos propios de la Sofística y la incontrolable pasión irracional de la heroína.
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El estilo casi documental que presenta el film no es algo nuevo en la obra de Dassin, como ya se ha comentado anteriormente. A propósito de uno de sus primeros éxitos en Hollywood, La ciudad desnuda (1948), el propio director explicaba en una entrevista concedida en 1955 y publicada en Cahiers du Cinéma: “esa mezcla de documental y de lirismo es mi pobre búsqueda de una expresión de la verdad”. En ese sentido, Gritos de pasión es el más elevado ejemplo de fusión de diferentes recursos cinematográficos. Muchas de sus escenas son verdaderos reportajes televisivos, incluyéndose algunas entrevistas al equipo que prepara la representación de la obra y el acoso de los “paparazzis” en la cárcel donde cumple condena la asesina Brenda Collins. En cuanto a las partes líricas, éstas vienen de manos de los propios actores que dan vida a Jasón y a Medea y del coro de mujeres corintias que cantan y declaman en inglés o en griego moderno los pasajes originales del texto de Eurípides, aunque a veces introduzcan variaciones. Esa es la razón por la que encontramos tantos puntos de conexión entre este film y otros dos tan distintos entre sí: por un lado, El ensayo y, por el otro, la Ifigenia de Cacoyannis. Dassin consigue con excepcional maestría unir dos planos tan lejanos, a saber, el del proceso creativo y el del texto poético que es su razón de existir. Si a esto añadimos los distintos saltos en el tiempo que salpican el desarrollo de la acción y un final abierto en el que se nos invita a construir lo que falta en la narración fílmica, podemos hacernos una idea del complicado engranaje con el que tuvo que construir su obra el director. Él mismo hablaba de que la Medea de Eurípides era poliédrica, así que planteó su trabajo de forma “caleidoscópica”, con mucha inteligencia y grandes dosis de originalidad. Además, la sutilidad del hilo conductor evidencia aún más, si cabe, la contemporaneidad del mito antiguo. Dassin construye su película desde tres niveles diferentes que parten del mismo texto original: por un lado el mito en sí de la vengativa hechicera Medea, por otro lado el juego de oposición entre la protagonista y la realidad que la circunda y, finalmente, la interpretación que el propio director hace de la tragedia de Eurípides (Magadán 2007: 401).
Los últimos minutos de la película –como ocurría en Fedra– demuestran la genialidad de Julie, puesto que logra captar la esencia de la antigua tragedia y nos la sirve construida en dos escenarios diferentes que van alternándose hasta confundirse. Maya, la actriz, que a mitad del largometraje sufre una crisis nerviosa que la enajena hasta el punto de no saber quién es ella en realidad, ultima los ensayos de la representación ataviada como la hechicera acompañada por el coro. Mientras tanto, a pocos kilómetros del teatro de Delfos (Winkler 2009: 79), la cámara avanza por la oscuridad de los pasillos de la cárcel y nos invita a adentrarnos en la celda de Brenda a través de la mirilla para ser testigos de su sufrimiento interior (Valverde 2008: 120). La acción dramática avanza al tiempo que el ritmo narrativo se acelera y entre los planos de la actuación de Maya (Melina Mercuri) se van intercalando primeros planos de Brenda (Ellen Burstyn), que llora mientras reza ante una imagen de Cristo crucificado. Dassin vuelve a recurrir al elemento religioso justo en los momentos de más tensión (Solomon 2002: 290). Cuando se aproxima el momento del crimen, Medea / Maya coge el cuchillo, apresura el paso hasta salir de escena y, de repente, se oye un grito aterrador. Brenda, tirada en el suelo, se agarra las piernas y se balancea, desconsolada por el recuerdo de su acción. Pero Dassin extiende ese grito también a la Medea mítica y a la actriz, la cual, pocos minutos antes ha confesado ante las cámaras de la BBC que también ella, siendo jovencita, mató a su hijo en su propio seno al enterarse de que estaba embarazada. Ese hijo iba a truncar su carrera artística por lo que ella se golpeaba mientras gritaba que quería ser libre.
Lo mismo que años antes todo el mundo había aplaudido Nunca en Domingo sin entender realmente cuál era su mensaje, ahora la crítica se empecinó en ver Gritos de pasión como un panfleto feminista que defendía la infidelidad y el aborto, amén del sector que seguía compadeciendo a nuestro director por seguir bajo los influjos “mercuriales”. Dassin planteaba un conflicto quizá demasiado complejo para mentes de escasas luces. La Medea antigua intentaba, por todos los medios, restablecer un orden moral vengando la traición de su esposo Jasón, el responsable de que toda su vida se viera empujada al vacío. Pero, a pesar de que el autor conseguía con sus versos que el público ateniense sintiese cierta simpatía hacia la protagonista y que pudiera entender su crimen, esto no conducía a la justificación de la acción, ya que la heroína, lejos de arreglar el problema, sólo contribuía a que el desorden natural aumentase hasta límites inimaginables. Así, ese último grito que cierra el film, esos “gritos de pasión”, se convierten en el grito de todo aquél que, queriendo ordenar su universo, termina formando parte él mismo del caos más absoluto (Valverde 2008: 120).
Jules Dassin ha pasado a la historia por ser uno de los mejores cineastas del s. XX, maestro indiscutible del cine negro y, en concreto, del cine “de atracos”, pero una de sus mayores aportaciones en el terreno cultural consiste en haber rescatado para todos nosotros la Tragedia Griega Antigua haciéndola cercana, a través del cine, desde su personal punto de vista. Existen otras Fedras, otras Medeas, pero las suyas permanecen, al igual que la Acrópolis de Atenas, sin perder ni un ápice de su frescura, belleza y profundidad.
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ISSN 1988-8848
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