INFAMOUS (D. Mc Grath, 2006)
MATAR AL PERSONAJE

Infamous (D. Mc Grath, 2006). To kill the character

 

Lcdo. Jesús Ortega

Escritor

Granada

Resumen. Entre las dos películas recientes sobre el personaje de Truman Capote, Capote e Infamous, reviste un mayor interés la segunda. Capote es un ejemplo más de la clásica hagiografía cinematográfica del gran hombre, comparable a la de cualquier artista o escritor reconocido. Infamous, en cambio, va más allá, porque se introduce en el proceso de escritura del libro A sangre fría. La relación con el personaje real protagonista de la novela se inició por la necesidad de que los personajes hablaran con el escritor, para después estar condicionados por la oportunidad de un cierre congruente. Al final la obra pasó a tener más entidad que la persona en la que se había inspirado y eso está presente en la película.
Palabras clave. Capote, Infamous, adaptaciones literarias, novela, A Sangre Fría, relación autor-personaje.

Abstract. Among two recent movies about Truman Capote, Capote and Infamous, the second one looks the most relevant. Capote is once and again an example of the classical cinematographic hagiography of the great man, equivalent to others dedicated to broadly recognised plastic artists or writers. Infamous, on the contrary, goes far beyond, because it manages to go deep inside the writing of the novel In Cold Blood. An interaction with the real protagonist of the action was established because it was important to get the personal perspective of the personages involved. Soon this situation changed under the quest to reach an opportune and congruous ending. Eventually, the literary work became much more important then the individuals who inspired it and that particular aspect of Capote’s literary heritage is shown in this film.
Key words. Capote, Infamous, literary adaptations, novel, In Cold Blood, author-character relationship.


0. Los novelistas conviven íntimamente con sus personajes de ficción durante el tiempo que dura la escritura de la novela. Las relaciones que se establecen entre una y otra parte son de una inextricable complejidad. Pero ¿qué sucede cuando el personaje de la novela es un hombre de carne y hueso, un asesino, y la novela se está escribiendo mientras los tribunales deciden su vida o su muerte? ¿Y si el escritor, que sabe que tiene entre manos la posibilidad de una obra maestra, necesita pasar cientos de horas en la cárcel con su personaje para extraer de él la materia necesaria? ¿Hasta dónde debe seducir, engañar o desnudar su alma para conseguir que el personaje hable? ¿Y si el escritor se encariña de él? ¿Y si se enamora? ¿Y si la obra exige para su terminación precisamente la muerte del personaje? Perry Smith, el asesino de cuatro personas en un pueblo de Kansas, debía morir para que una novela de no-ficción llamada A sangre fría terminara como lo hacen las novelas de verdad. ¿A qué precio moral escribió Truman Capote su libro, de cuyo éxito no se repondría, y tras el cual no volvería a escribir nada relevante durante el resto de su vida? ¿Qué hubiera sucedido de haber podido elegir (en la realidad, pues en el deseo eligió) entre salvar una vida o terminar A sangre fría? De todo esto y algo más trata Historia de un crimen (Infamous), una película opacada injustamente por la famosa Capote, en tantos aspectos tan buena como ésta y, en lo que respecta al asunto que voy a abordar, más profunda y compleja.

Historia de un crimen y Capote basan su guión en dos biografías distintas, la primera de George Plimpton, la segunda de Gerald Clarke. Este dato no dice nada sobre la calidad de cada una, salvo que el texto de Plimpton es una biografía coral hecha de entrevistas a más de cien personas, y esta multiplicidad de miradas la recoje con acierto la película. Si Capote tiene más empaque y está mejor construida, Historia de un crimen es  mucho más sutil y polisémica. Los Truman Capote de Philip Seymour Hoffman y Toby Jones son tan verosímiles como diferentes, pues cada actor compone su retrato a partir de una elección distinta de matices psicológicos. Pero enfrentados a la difícil escritura del libro, Capote-Hoffman no deja de parecerme en todo momento el infalible demiurgo creador, superior a sus personajes, implacable y certero en la construcción de la obra maestra, mientras que en Capote-Jones contemplo su sufrimiento, sus grietas, sus vacilaciones. De la dos películas, en fin, la celebrada Capote no resulta ser sino otro ejemplo más de la clásica hagiografía cinematográfica del gran hombre, mientras que Infamous cuenta algo más: cómo se escribió A sangre fría.


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1. Las películas sobre escritores (reales o inventados) suelen resultar tan pobres e insuficientes como las narraciones literarias que tratan la actividad de los músicos. ¿Cómo narrar el arte de la manipulación de los sonidos en el tiempo? ¿Cómo contar en imágenes, según las reglas de la verosimilitud aristotélica, el proceso de escritura de un libro? Por eso la mayor parte de las películas que abordan la creación artística (e incluso las que tratan sobre cineastas) se enredan en mostrar determinadas peripecias de la vida de los autores, sean fotógrafos, músicos, escritores o pintores, casi siempre atractivamente malditos, con lo que el contenido de lo narrado lo mismo vale para explicar a Cervantes que a Johnny Cash, a Rimbaud que a Mozart, a Jane Austen que a Modigliani. Si en el caso de la literatura sobre músicos las mejores obras que conozco no han tenido más remedio que plantear aproximaciones y merodeos (El saxofón bajo de Josef Skvorecky, El malogrado de Thomas Bernhard, Rayuela y El perseguidor de Cortázar, El testigo de Fernando Quiñones), volviendo al cine sobre literatos, creo que hay muy pocas películas que traten inteligentemente uno cualquiera de los problemas éticos y estéticos del escribir. Se me ocurren dos: Balas sobre Broadway de Woody Allen y Barton Fink de Joel y Ethan Cohen. Por distintas razones forman un atractivo trío con Infamous (ridículamente traducida como Historia de un crimen), pues tratan de las relaciones entre el autor y los personajes, de los enmarañados límites entre la vida y arte y de la huidiza sustancia con la que se construye la obra, con la muerte al fondo.


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2. Como García Lorca y Bodas de sangre, Truman Capote encontró el camino hacia su obra leyendo las páginas de sucesos de un diario. “Es mejor que no sepamos quiénes son los asesinos”, sugirió a Capote el editor del New Yorker. Porque las preguntas que atormentaban a los vecinos de aquel pueblo de Kansas se resumían en esta: “quién de nosotros fue”. Al texto que estaba por escribirse no le interesaba que aparecieran los autores del crimen, porque su objetivo inicial era hablar sobre el miedo y la desconfianza entre los miembros de una comunidad norteamericana, y su propósito artístico no rebasaba todavía los límites de un reportaje.
Capote se puso en marcha acompañado de su amiga la escritora Harper Lee. Con suficiencia neoyorkina, tenía la pretensión de redactar un estudio psicológico sobre el atemorizado villorrio de Holcomb. Una de sus especialidades, largamente puesta a prueba en los salones de la metrópoli, era el uso de la seducción y la adulación para extraer los cotilleos, las confesiones y los secretos necesarios para sus escritos. Ya lo había hecho con Marlon Brando: lo arrulló y le extrajo todo el jugo que precisaba, y cuando publicó con todo lujo de detalles uno de sus famosos retratos, Brando, sintiéndose traicionado, le retiró el saludo para siempre. Pero aquellos inocentes aldeanos eran pan comido para Capote. Sorteados los recelos iniciales ante su extravagante exhibicionismo, fue sacando de ellos la infomación que requería para su reportaje por el sencillo procedimiento de la memoria y el oído. Luego, en el hotel, Harper Lee y Capote transcribían lo hablado con los vecinos y contrastaban sus notas.     
Pronto se dio cuenta de que aquello daba para algo más que un reportaje. Una novela. Una historia verídica contada con técnicas de ficción. Lo que en adelante se llamaría non-fiction novel, y que tan notables cultivadores tendría en el ámbito norteamericano, de Norman Mailer a Tom Sharpe. De modo que Capote, que, como cualquier escritor, sabía que la verdad hay que maquillarla para que parezca verdadera, empezó a encajar las piezas de la trama dando suaves empujoncitos a los hechos. “No deberías hacer lo que estás haciendo. La verdad es suficiente”, le reprochaba Harper Lee, que no entendía adónde quería llegar y que se marchó de Holcomb al darse cuenta de que su común aventura de expedicionarios se había convertido en el proyecto más serio de su amigo. Capote se quedó solo y lleno de angustia. El hallazgo de los asesinos acabó con las dudas.

3. Perry Smith y Dick Hickock no le interesaron en un principio más que como parte indispensable del libro. Podía hablar con ellos, escuchar sus anhelos, dejarles expresarse ante el autor como a principios de siglo habían hecho los personajes en busca de Pirandello o el Augusto Pérez de Unamuno. Tal como había practicado con los vecinos de Holcomb, Capote intentó seducir a sus asesinos averiguando qué necesitaban para hablar, prometiéndoles dinero y gloria, fingiéndose amigo. Desde el principio se interesó por Perry, el más sensible y misterioso de los dos. Supo que le gustaban los libros. Que tenía veleidades artísticas.


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Perry era real, había matado y estaba en la cárcel. Pero, como les sucede a los escritores con sus criaturas inventadas, esta empezó a introducirse en la vida de Capote hasta obligarlo a implicarse emocionalmente en su destino y convertirse en una obsesión. “No soy un personaje”, le repetía Perry. “Usted desprecia a la gente sobre la que escribe, como si se burlara de ellos”. “Jamás juzgo a mis personajes”, se defendía Capote. Le había ofrecido aparecer como un ser humano en el libro que estaba escribiendo sobre él. “Tienes alma de artista”. Eres como yo. Capote utilizaba a Perry para sus planes de escritura, pero al mismo tiempo el personaje lo atraía, lo obligaba a acercarse demasiado, en un peligroso vampirismo de doble sentido. “Si voy a sincerarme con usted necesito saber que no me convertirá en una farsa.” Perry se resistía; como sucede con el proceso de escritura de cualquier novela, entre Capote y su personaje abundaban las idas y vueltas, los hallazgos formidables, los onerosos bloqueos. Desesperado, y para tratar de vencer el último escrúpulo, Capote le hizo confesiones. Él también había tenido una infancia desdichada, una madre suicida. Pero jugaba con trampa, la trampa del escritor: lo que le contaría a Perry no saldría jamás de su ámbito privado, y lo que Perry le contase formaría parte de una obra inmortal leída por miles. Perry intuía este engaño. “Escribiré este libro contigo o sin ti”, se enfurecía Capote, sabiendo que era mentira, que estaba a merced de su personaje, y que la naturaleza de la obra que se traía entre manos excluía, para su éxito o su fracaso, la intervención última del autor.

4. A los personajes inventados los mata el escritor, pero ¿y a las personas de carne y hueso cuando forman parte de la trama y la trama exige que deban morir? Pronto se vio que era la condena a muerte de Perry y Dick, y no la cadena perpetua, lo que le vendría mejor al libro. Satisfaría a los lectores y haría que el título funcionase. Capote se definía a sí mismo como un estilista, un escritor convencido de que el ritmo defectuoso de una oración, un error en la división de los párrafos y hasta en la puntuación podían arruinar un cuento. El título, A sangre fría, necesitaba de un final congruente. Si primero necesitó que los personajes hablasen para poder escribir el libro, luego se le hizo imprescindible que el personaje muriera para poder terminarlo. “Jamás he trabajado tan duro en un libro. No quiero que se vaya al traste porque el jurado no los condene a muerte”. Un escritor puede llegar a encariñarse tanto con su personaje que llorará cuando este muera en la novela; pero no por eso dejará de matarlo. La trama del libro exigía un final. La decisión del jurado era el punto de giro necesario para la provocar la conclusión de la trama. “No quiero que mueras”, le dijo Capote a Perry, una vez que se confirmó su condena a muerte. Pero Capote se sumergió feliz en su novela y A sangre fría definitivamente se desbloqueó. Estaba acabada en 1963, cuatro años después de comenzada, pero el editor no podría publicarla hasta que no resolviera la corte de apelación. Hubo cuatro apelaciones. El veredicto final tardó cinco años.

5. Infamous no contiene ninguna reflexión moral sobre la pena de muerte. No la contiene porque a principios de los años sesenta nadie en Kansas parecía planteársela. La cuestión no estribaba en si era correcto o no ajusticiar a criminales, sino en los efectos que tendría una decisión judicial sobre Perry y Dick para el libro de Capote. Nadie excepto el escritor pareció cuestionar la bondad del ahorcamiento, y si Capote lo hizo no fue por una reflexión general sobre los derechos humanos sino por razones sentimentales (se había enamorado de su personaje) o artísticas (cómo terminaría su libro). Una de sus excéntricas amigas, Babe Paley, le suelta al final la pregunta ética que sobrevuela toda la película: “¿Crees que tu libro vale una vida humana?”. Pregunta que ampliada resulta: ¿vale todo el arte una sola vida humana? 


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En el corredor de la muerte Perry le escribía cartas a Capote, con lo que el sentimiento de culpabilidad del escritor aumentó hasta hacerse insoportable. “Estuve haciendo llamadas para ayudaros”, mentía. Cuando llegó la hora del fin, Perry rogó a Capote que asistiera como testigo del ahorcamiento. Capote esperaba que en el último momento Perry pidiese perdón por su crimen. Él ya lo había decidido, por razones literarias y por amor a Perry, y así la vida imitaría al arte. Pero ni Perry ni Dick pidieron perdón. Sin embargo Capote traicionó la verdad de los hechos y añadió ese toque al libro. Manipuló la verdad para redondear el dramatismo del final del libro y, de paso, dejar el mejor recuerdo posible de Perry en los lectores. Mejoró a Perry. Le hizo soltar una arenga en contra de la pena de muerte que nunca pronunció. En la antepenúltima página de A sangre fría se lee: “Carece de sentido pedir perdón por lo que hice. Está casi fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón”. 
¿A qué precio consiguió Capote acabar su obra? Esa noche hubo algo más que  dos muertos. Capote murió también como escritor. No volvió a producir nada significativo. Había llegado hasta el final con tal de escribir su obra. Con un agónico sufrimiento moral, alcanzó a desear que muriera su personaje, al que quería. El libro lo consagró y lo destruyó.

¿Hasta dónde debe llegar un escritor en la búsqueda de la obra perfecta? En Balas sobre Broadway, Woody Allen aborda risueñamente la cuestión tomando partido por la moral estética. El guardaespaldas Cheech es un artista verdadero, y no David Shayne, el farsante dramaturgo que se dice autor de la obra y al que solo interesa el éxito. Ensayo tras ensayo, Cheech agarra las riendas de lo que no era más que un texto mediocre y lo va mejorando con cada nueva intervención. El guardaespaldas se toma tan en serio su recién descubierta vocación como dramaturgo que, sabiendo que será hombre muerto, decide liquidar a Olive, la novia del gángster que financia la obra e impone en ella su lamentable participación como actriz, porque es un inadmisible estorbo en la perfección que ansía. Enterado del asesinato, Shayne se lo reprocha: “no se mata por eso”, le dice. “¿Acaso te importa más ella que la función?”, le espeta el guardaespaldas. “Claro”, responde el autor. Entonces no eres un artista, concluye. Moribundo por las balas de los sicarios, Cheech acierta todavía a dictarle al autor una última recomendación, un sutil cambio argumental, un párrafo, una frase, la pieza que faltaba. La obra es un éxito. El autor deja para siempre de escribir y se dedica a otras cosas.

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ISSN 1988-8848