ELENI To livadi pou dakryzei
(T. Anguelópulos, 2004)
LA ÚLTIMA TRILOGÍA INACABADA
DE TEO ANGUELÓPULOS:
BUSCANDO EL HELENISMO DESESPERADAMENTE

Trilogy: The weeping Meadow (T. Anguelópulos, 2004)
The final unfinished Teo Anguelópulos trilogy:
desperately seeking Hellenism

Dr. Antonio Aguilera Vita

Profesor y escritor
Madrid

Recibido el 14 de Noviembre de 2016
Aceptado el 12 de Diciembre de 2016

Resumen. La última trilogía del prestigioso director griego Teo Anguelópulos vuelve la mirada hacia la idea del helenismo, para dar una nueva vuelta de tuerca a su análisis personal de la Historia de Grecia. En este artículo analizamos la primera de las películas que componen esta trilogía inacabada. Sin ser una de sus obras maestras, contiene los elementos estéticos que han caracterizado su cine y una nueva visión del helenismo como idea, poniendo el énfasis en el punto de vista de los refugiados griegos que buscaron un lugar en la supuesta patria helena.
Palabras clave. Anguelópulos, Helenismo, Grecia, Cine griego, Trilogía, Tragedia.

Abstract. The last trilogy of the prestigious Greek director Teo Anguelópulos turns to the idea of Hellenism, to give a new twist to his personal analysis of the History of Greece. In this article we analyze the first of the films that make up this unfinished trilogy. Without being one of his masterpieces, it contains the aesthetic elements that have characterized his cinema and a new vision of Hellenism as an idea, putting the emphasis on the point of view of Greek refugees who sought a place in the supposed Hellenic homeland.
Keywords. Angelopoulos, Hellenism, Greece, Greek cinema, Trilogy, Tragedy.

 

1.


Hace unos meses, en esta misma revista (1), dediqué unas páginas a la que consideraba la obra cumbre del inigualable director de cine griego, Teo Anguelópulos, considerándola sin titubeos un clásico del cine contemporáneo. Se trata de La mirada de Ulises (1994), uno de los grandes monumentos del séptimo arte. En esta película, Anguelópulos alcanzaba el máximo dominio, en su estilo estético y reposado, de los recursos expresivos, de los esquemas visuales y sonoros, de las técnicas de rodaje y de montaje que había venido investigando desde que sorprendiera con su primera incursión en la dirección de largometrajes con Reconstrucción (1971). Pero, ante todo, esas filigranas formales, técnicas y visuales, se ponían, como en ningún otro de sus filmes, al servicio de la preocupación que, sin duda, impregna toda su obra, el tratamiento del tiempo, con todas las connotaciones que dicho concepto tiene en el cine y en el pensamiento occidental, desde la Grecia Clásica. El ser del hombre se hace, como ya trataba de comprender la fenomenología, en el tiempo. Somos dasein, estar/ser ahí, como argumentaba Heidegger (2). Esto tiene como consecuencia más inmediata la no repetición del acontecimiento, que siempre se realiza, acontece, en el tiempo, de manera lineal y sin posibilidad de marcha atrás. Y pensar el tiempo significa construir la historia, porque es como occidente, desde la filosofía y desde la ciencia, ha pensado el tiempo, como una de las grandes dimensiones en las que se coloca la vida humana y su comprensión del mundo. De hecho, el tiempo era ya para Kant (3), junto con el espacio, uno de los apriori de la sensibilidad, gracias al cual la percepción, y por tanto nuestra comprensión de los fenómenos que nos rodean, es posible. Por lo tanto, el tiempo genera, desde su dimensión lineal, la historia, como una línea sobre la que el ser humano vive, actúa, construye su mundo o mira hacia su pasado, individual o social.

Desde los albores del siglo XX, gracias a, o por culpa de, dos grandes teorías científicas que supusieron sin duda una nueva revolución del pensamiento, la teoría de la relatividad y la teoría cuántica de partículas, el tiempo, por un lado, queda indisolublemente ligado al espacio como una única dimensión espacio-temporal, que describe el Universo como un ente en expansión, una expansión que nos da, precisamente, la medida del tiempo, compuesto, desde sus orígenes, por una serie de partículas elementales cuya interactuación, se está demostrando, no responde a las clásicas reglas de la causalidad, con las que la ciencia ha tratado de explicar el mundo desde el Renacimiento (4). La influencia de estas teorías no puede ser despreciada en el desarrollo del pensamiento contemporáneo, que ha relativizado muchos de los valores considerados hasta hacía pocos años como inamovibles. El estudio de las sociedades, su desarrollo en el tiempo y, con ello, la construcción de su historia, como aquellos acontecimientos, reseñables y reseñados, que han permitido a estas el pensarse como tales sociedades, con una serie de valores comunes, más o menos consensuados, más o menos impuestos, más o menos inventados, más o menos construidos, se ha traspuesto a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI desde los campos y disciplinas consideradas científicas, hasta el ámbito del arte, con mayor o menor fortuna. El cine, en este sentido, puede considerarse un campo de pruebas privilegiado en este sentido, tal vez por su contemporaneidad con la Revolución de las dos grandes teorías científicas del siglo XX citadas, pero también, por su especificidad como un arte, que le permite inventar, investigar y desarrollar un lenguaje propio, basado en el montaje, hecho que nos dirige nuevamente al tratamiento del tiempo. Como el teatro, la poesía o la literatura, frente a las artes plásticas tradicionales, el cine acontece en el tiempo, vive en él y, por eso, lo presenta o lo representa, según el tipo de cine, a través de la manera en la que el cineasta enlaza los acontecimientos que componen la película (5). Pero, como las artes plásticas, el cine se contempla, sólo que, a diferencia de éstas, esa contemplación es posible únicamente durante el tiempo en que se proyecta el filme, sea cual sea el formato o el soporte sobre el que se haga dicha proyección. El soporte en sí no es cine, sea una cinta de celuloide, sea un dvd, sea un archivo digital. Tampoco lo es el medio (una pantalla de una sala cinematográfica, de una televisión, etc.). Frente a una estatua cuyo material es parte ineludible de su concepción artística, sea mármol, óleo o elementos de reciclado, el material del que está hecho el cine no forma parte de la película como obra de arte. Como teatro o poesía, es efímero porque sucede mientras lo proyectamos. A diferencia de ellos, cada vez que lo proyectamos, estamos viendo la misma obra indiscutiblemente. Es la característica que Chateau llamaba tecnestésica (6). Es lo que constituye, en palabras del fundador de Cahiers du cinema, André Bazin, la ontología de la imagen cinematográfica (7).

Teo Anguelópulos es un hijo de su tiempo, un discípulo del cine y, además, es griego. Su cine posee una mirada particular hacia el tiempo como dimensión fundamental del ser humano, que hace referencia poética y continua al concepto científico de la relatividad. Su forma personal de presentarlo en imágenes conlleva una continua experimentación con los elementos básicos que constituyen el lenguaje cinematográfico, planos y secuencias, encuadres y montaje. Finalmente, se trata de un cine que exhala un interés innegable por la Historia, la Historia, con mayúscula, como el conjunto de relatos de un pueblo en particular, el suyo, el griego, en el marco de cuyos valores ha nacido, que se proyecta, desde muchos ángulos, hasta formar parte de la Historia Universal. Las implicaciones de esta concepción permiten comprobar que las Historias de los pueblos particulares, las naciones y sus sentimientos, no son sino construcciones, como pensaba su paisano Castoriadis (8), con las que una comunidad se piensa como tal y le permita actuar como tal comunidad. Pero lo cierto es que no han existido nunca culturas aisladas, ni razas puras, como nos recordaba Edward Said (9). Cuánto menos van a existir en un siglo de nacionalismos en forja, en el que los grandes acontecimientos que afectaban a un Estado, terminaban afectando al resto de las naciones, hasta el punto de desembocar en dos grandes guerras mundiales y miles de enfrentamientos locales en los que se han visto implicadas naciones variopintas a lo largo de los últimos 200 años.

La mirada de Anguelópulos ha estado dirigida en todo momento hacia la Historia como el conjunto de acontecimientos que permanecen en el recuerdo, generalmente amargo, de las naciones, de los Estados o de los pueblos. Su mirada comienza y termina en Grecia o, mejor dicho, en la construcción que los griegos, como pueblo, han forjado de su pasado, sus valores, su historia, sus formaciones estatales, su cultura, en el momento preciso en el que trata de reconstruirse la gran idea de la Grecia contemporánea, tras su constitución como Estado moderno en 1830. Se trata de una mirada hacia un imaginario común para los griegos que, desde antiguo, vino a llamarse helenismo. El problema del helenismo es que, como todo imaginario, como indicaba Castoriadis, es un entramado político-social que construye una red de significantes, significados, en definitiva, significaciones, que una sociedad instituye, de manera que pueda pensarse, justificándose, como tal sociedad en su totalidad. Esa red, a lo largo de los siglos, con los contactos entre la cultura griega y las otras muchas a las que ha conquistado, o por las que ha sido conquistada, ha incluido y excluido una y otra vez elementos de muy diferente procedencia, en una amalgama indiscernible que remite ya a una única Antigüedad Greco-romana en la que es imposible distinguir qué elementos culturales eran auténticamente griegos y cuáles rehechos por los conquistadores romanos. Es lo que Castoriadis (10) llama proceso de autoalteración continua en el magma de significaciones con las que una sociedad piensa el mundo como su mundo. Esto es, ese mundo no se instituye en un momento determinado, como si fuera posible el corte transversal en la diacronía de lo histórico. Pensarlo así supondría caer en las determinaciones como criterios clasificatorios de la realidad que son parte de nuestro imaginario social mismo. Lo histórico es social y lo social es histórico, lo que significa que la diacronía como proceso no empieza ni acaba nunca, que la sociedad, cualquiera, aun una sociedad que se piense como un conjunto de sociedades opuestas, cada una con su identidad propia, está en continuo proceso de hacerse y pensarse. Esto ha supuesto precisamente la institución del imaginario de Grecia, el helenismo, en los albores de su constitución como Estado. Esto es lo que el cine de Anguelópulos progresivamente va descubriendo a lo largo de sus trilogías, una por década, curiosamente. Es lo que es capaz de mostrarnos crítica y artísticamente en sus películas, dando una vuelta de tuerca a los referentes sobre los que el propio cine griego se ha forjado desde su despertar en los años 50. Anguelópulos fija su mirada en la institución del helenismo como idea, tocando los elementos que han construido dicho imaginario uno a uno. En sus inicios muestra una confianza plena en el análisis de la Historia por parte del materialismo dialéctico que se manifiesta en su primera trilogía (Días del 36, 1973; El viaje de los comediantes, 1975; y Los cazadores, 1977), en la que se respiraba aún un cierto optimismo en la interpretación marxista de la Historia y en la posibilidad de un cambio utópico. Finalmente, termina por dar un salto hacia los espacio-tiempos del helenismo contemporáneo, adentrándose en el Norte utópico/distópico que lo lleva en su tercera trilogía (El paso suspendido de la cigüeña, 1991; La mirada de Ulises, 1995 y La eternidad y un día, 1998) a traspasar las fronteras de los Balcanes y encontrar una Europa destrozada por la última guerra continental del siglo XX, buscando la mirada perdida del helenismo de los inicios de dicho siglo aún bajo el Imperio Otomano, en unas cintas perdidas de los hermanos Manakia. Con el paso de los años, el cine de Anguelópulos gana en pesimismo y desesperanza. Ahora el helenismo es una idea, un imaginario, que no puede encerrarse en las escuetas fronteras de un Estado construido a golpes de los poderosos, los imperios poderosos, los griegos poderosos, últimamente las corporaciones multinacionales poderosas. El Estado griego se forjó en muchas ocasiones contra el propio pueblo griego, aquel que continuamente ha de emigrar de un lado a otro y rehacer su vida, su hacienda, sus ideas, su lenguaje, sus valores. Así comienza precisamente su última trilogía, la única que Anguelópulos bautizó con ese nombre, Trilogía, y que el azar, su muerte imprevista a mitad del rodaje de la última de sus películas, ha dejado incompleta. A vueltas con la Historia, de nuevo gira la tuerca del helenismo y escapa de sus frágiles fronteras para incluir a Europa, la Europa prepotente de los grandes imperios coloniales en descomposición, en la forja de una idea que la propia Europa se arrogó común, la idea del helenismo como el pasado común de un continente que, forzado por las finanzas y a espaldas, las más de las veces, de sus ciudadanos, pretende recuperar sus ínfulas de gran potencia, tratando de construirse como una unidad territorial en la que Grecia, el pequeño Estado griego, sería su parque temático arqueológico, símbolo de un pasado común.

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2.
Trilogía 1: El valle que llora. Esta es la traducción del título original de la primera película de la trilogía inacabada de Anguelópulos (11) y hace referencia al territorio pantanoso que se les ofrece a un grupo de griegos refugiados de Odessa (Rusia), cuando llegan a Grecia huyendo de la Revolución Soviética en 1919, que sufrirá una inundación que terminará con el pueblo y la nueva vida de sus habitantes años después. Las lágrimas representan la humedad del lugar, pero son también una metáfora de los griegos que, desde la formación de un Estado independiente, han visto sus vidas truncadas en los territorios que había habitado durante siglos, a causa de las veleidades de la Historia Contemporánea. La primera imagen abre un prólogo, en forma de largo plano secuencia, que manifiesta, de entrada, la nueva mirada a la Historia que con ella nos propone el director. Como en la anterior trilogía, estamos en territorio heleno pero sus fronteras serán rebasadas, esta vez, hacia el interior. Son los griegos de más allá de las fronteras del nuevo Estado, recientemente ampliado con la anexión en 1913 de Macedonia y Tracia, con su capital, Tesalónica, a la cabeza, los que ahora llegan para quedarse, aunque las condiciones que encuentran no son las mejores para una población de comerciantes acomodados que ven su vida rota al haber dejado su ciudad de origen en territorios lejanos. Además, varios elementos suenan diferentes a las películas anteriores del cineasta. En primer lugar, hay una voz en off que nos pone en antecedentes. ¿Una concesión al espectador? ¿Una innovación creativa? ¿Una incursión del autor en la historia? La voz nos sitúa en el espacio-tiempo de manera inmediata, relatando lo evidente: “Desembocadura de un gran río en el Golfo de Tesalónica, alrededor de 1919”. Curiosamente, la inmediatez de la presentación del espacio-tiempo no implica, sin embargo, determinación. No sabemos cuál es el río, aunque nos orienta geográficamente en el Golfo de Salónica, e igualmente el año es estimado. En segundo lugar, la imagen, el plano. Si bien estamos ante un hermoso plano abierto, éste es sencillo. Desde la playa hasta uno de los brazos del río, que pronto descubriremos laberíntico, un grupo de personas se dirige, como salida de la niebla del mar, hacia la cámara que les habla e interroga como si de una persona se tratara. La voz nos proporciona una información en la que tal vez no nos habíamos fijado: las formas y los ropajes de los viajeros denotan, nos dice, una antigua nobleza. Se detienen ante el brazo del río y se produce un intercambio de palabras. De nuevo se nos da una información directa, en forma de interrogatorio con el cabecilla del grupo, gracias a los que nos enteramos de una historia anterior, inusual en las anteriores películas de Anguelópulos. El plano es único. Sucede en el tiempo real y presente de la llegada. Con las primeras palabras, el que conduce el grupo, junto a su mujer y dos niños de la mano entre medias, los presenta como griegos. Así conocemos su procedencia, su llegada en barco a Salónica, la adjudicación por parte de las autoridades, tras la cuarentena, de las tierras que hallaran entre la columna y el río que habrían de encontrar al este de la ciudad, su encuentro en estas tierras húmedas. La voz en off toma la palabra y repite la historia que, de fondo, nos está contando el hombre, pero ahora haciéndola propia. En el momento en el que la cámara desciende hacia el fango que caracteriza esta tierra que habrán de reconstruir los prófugos, el cabecilla aclara que la niña pequeña no es suya, que la encontraron junto a su madre muerta cuando salían de la ciudad y la trajeron consigo. Ella trata de tomar la mano de un niño que camina a su lado, que sí es hijo suyo. Es la tercera novedad que encontraremos. La niña, Eleni, el personaje así llamado, será la protagonista absoluta de la trilogía, algo que no ocurría en ninguna de las otras trilogías, formadas por películas independientes, aun cuando los nombres de los personajes se repitieran entre ellas en una especie de autorreferencia. Pero es que Eleni no es un simple nombre, sino un símbolo profundo de lo griego. Eleni es el nombre nacional y es la personificación de lo griego como femenino en el imaginario del helenismo: Eleni/Helena/Elena. Élinas es el patronímico oficial de griego del nuevo Estado. No fue hasta el siglo XIX cuando los griegos dejaron de pensarse y llamarse romei, esto es, romanos, los nuevos romanos habitantes de los territorios heredados del Imperio Romano de oriente, para denominarse como los antiguos habitantes de la Hélade, los helenos. Esta nueva nomenclatura marcará el sincretismo de la nueva idea de Grecia, del nuevo helenismo que reúne los elementos heterogéneos que permitirán el proceso de independencia frente al Otomano antes que ningún otro Estado de la zona. Es curioso cómo todavía en el siglo XIX en muchos lugares del interior de la Grecia continental quedaba la tradición de llamar helenos a los griegos antiguos, como si fueran otra raza diferente, legendaria y, sobre todo, paganos (12). Será la influencia de las potencias europeas en su búsqueda de Antigüedades grecorromanas y de un origen común para la nueva Europa y sus imperios coloniales, la que retomará la Antigüedad griega como algo que les concierne a los habitantes de aquellos territorios. De aquí lo significativo del nombre de la protagonista de la trilogía, en sus diferentes reencarnaciones, siempre como Eleni. Es la primera clave que encontramos sobre la nueva mirada que Anguelópulos hace hacia el helenismo. Eleni es Grecia, su vida, sus vicisitudes, el acontecimiento que podría llamarse Grecia, Elás, la Hélade. Eleni se convertirá en símbolo de lo que ha sido la institución del nuevo helenismo, con todos los componentes europeos que este ha ido adoptando durante el siglo XX, que serán desarrollados más profundamente en el siguiente título de la trilogía, El polvo del tiempo (2008), que trataremos en un próximo número.


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El inicio es, por tanto, una de las tantas vueltas de tuerca de las que gusta el cineasta. Eleni, niña, prófuga, en el fondo extranjera en esta nueva tierra que ahora la acoge, es huérfana por culpa de una revolución. ¿Han sido las revoluciones acaso alguna vez una solución para la humanidad? Desde niña está sola, como Grecia, huérfana y sola. El hecho de que se les otorgue a estos prófugos precisamente esta tierra pantanosa nos hace volver de nuevo los ojos a la Historia y a la mirada irónica de Anguelópulos. 1919, apenas ha terminado la Gran Guerra, pero, sobre todo, tras el hundimiento del Imperio Otomano, como uno de los perdedores, los intercambios de población obligarán a la población turca de Macedonia, que en el momento de la anexión a Grecia de la región pocos años antes, era mayoría, a emigrar hacia la nueva Turquía. Es el principio de las desavenencias con la Turquía de Ataturk, pero supone también un respiro para acomodar a la población griega que va llegando de territorios otrora helenos (13). Por eso la tierra estaba vacía, probablemente habitada hacía poco por turcos musulmanes que fueron deportados igualmente. Por eso se les podía acomodar en la patria, en lugares, en el fondo, inhóspitos.

El plano secuencia del prólogo termina con la cámara en el agua pantanosa de la desembocadura del río, sobre la que se difuminan las figuras de aquellos griegos recién llegados que habrán de construir en estas tierras inhóspitas su futuro.

3.
El argumento de la película retoma elementos que tratan de acercarse a la tragedia antigua. Eleni es pretendida por su tutor, Spyros, cuando se ha hecho una mujer, pero ésta está enamorada desde niña del hijo de éste, Alexis, aquel a quien le tomaba la mano en el prólogo y de quien entendemos que quedó preñada en su primera adolescencia. Tras un parto secreto de gemelos, para evitar que Spyros lo supiera, deja a sus hijos en la ciudad, al cuidado de una familia acomodada amiga de la tía que la ayuda en todo este proceso. Los hijos volverán a aparecer en varios momentos de la trama, hasta tomar, como veremos, un significado simbólico. Cuando Spyros organiza su boda con la adolescente, Eleni y Alexis huyen hacia la ciudad. La huida, como la de los griegos del helenismo, es continua, pues cada intento de asentarse en algún lugar acaba por ser descubierto por Spyros, que los persigue incansable hasta su muerte.


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Sin embargo, como en otros de los filmes de Anguelópulos, el argumento no es sino una excusa para adentrarse en algo más profundo, bien sea en los derroteros de la Historia (la de Grecia, la de Europa), bien en los laberintos del alma humana. En este sentido, la trilogía que comienza con El valle que llora enlaza con la primera del autor, la que se dio en llamar, Trilogía de la Historia, que trataba, en el fondo, bajo el disfraz esquemático de los hilos argumentales de la tragedia de los Atridas (14), los años cruciales de formación de la Grecia contemporánea como Estado, desde el golpe de estado del 36 hasta el del 67 que dio inicio a la dictadura de los coroneles. En aquella trilogía, lo que importaba destacar era una interpretación de la Historia de Grecia como la sucesión dialéctica de acontecimientos que derivaron en la tragedia misma que ha sido Grecia como Estado. Los elementos de la tragedia antigua, particularmente el coro y el destino, se transponen a la Grecia del siglo XX, observada con los ojos de quien aún confía en la Revolución como la forma de salvar a la humanidad. De esa manera la Historia es tratada críticamente y coro y destino se identifican en los griegos como pueblo escindido entre la inocencia del laós, el pueblo llano que lucha por sobrevivir de manera noble y legítima, y la soberbia de los poderosos, aliados a fuerzas extranjeras, según el momento (el Imperio Británico colonial, los fascistas de Mussolini, el nazismo o el imperialismo estadounidense) para perpetuar su dominio sobre el resto de los griegos y sobre Grecia como Estado en la escena universal. Cuando en 1980 vuelve a revisar la Historia de Grecia pone la mirada en los albores del siglo XX, pero todo ha cambiado. La confianza en la Revolución, en los héroes populares, en el pueblo como ente de progreso, comienza a verse mermada y encontramos una mirada de tono completamente diferente, la mirada desilusionada hacia el héroe y la fina línea que lo separa del tirano, que nos expresa en su magna obra El gran Alejandro.

Desde entonces, la mirada de Anguelópulos se había vuelto hacia la reflexión y el mundo interior, cargada de desconfianza hacia las grandes ideas. Los héroes de sus dos trilogías siguientes son hombres solitarios, que encarnan a veces la figura ambigua del padre desilusionado con su propia vida, siempre llamado, como el padre de ésta, Spyros, y con la sensación de haber acabado traicionando las ilusiones pasadas. Estos personajes están magistralmente retratados en la que se llamó Trilogía del silencio, que alcanzó su cumbre en Paisaje en la niebla, en la que la figura del padre era poco menos que una entelequia en las mentes ilusionadas de unos niños que parten en su busca, tratando de llegar a una Alemania imaginaria, donde ellos habían escuchado que se encontraba, detrás de las fronteras del norte, que siempre se terminaban de esconder tras la espesa niebla. La fuerza poética de las imágenes de esta trilogía sólo será superada por la que, como dije al principio, considero su obra maestra, La mirada de Ulises, la segunda de la Trilogía de la frontera, aquella en la que por fin ésta es cruzada, superada, para encontrar la verdadera tragedia de la Europa contemporánea como parte de la causa de la tragedia de Grecia. Sin duda, la última de estas películas, La eternidad y un día, la iguala en fuerza expresiva, imaginería poética y en desazón, ante la imposibilidad de futuro para un mundo, Europa, y con ella Grecia, que se desmorona con el fin del siglo XX.

4.
Por esa razón, cuando nos enfrentamos de nuevo a las páginas de la Historia de Grecia en la primera película de Trilogía, El valle que llora, encontramos una especie de compendio de la obra anterior del cineasta, que parece tratar de retomar los elementos que le han sido más queridos en cada una de las películas de las trilogías anteriores, comenzando por un tratamiento histórico de la Grecia del siglo XX, tocando buena parte de la temática que había tratado en ellas. La primera diferencia que encontramos es que, a pesar de hablarnos de Grecia como Estado, nos presenta aquí el helenismo desde el punto de vista de aquellos que cruzaron las fronteras a la inversa de los personajes de la trilogía anterior, es decir, de los griegos que llegaron como refugiados a lo largo del siglo, procedentes de tierras ajenas al Estado actual. Hemos visto cómo en el prólogo, los protagonistas llegarán procedentes de Odessa, huyendo de las veleidades de una Revolución que no es la suya. Los escuchamos, una vez asentados en el valle, cantar coplas populares en ruso, aun siendo griegos de lengua y origen. Incluso algunos personajes mezclan el griego y el ruso. Grecia, para ellos y otros muchos descendientes del helenismo como idea, siempre se consideró la tierra prometida a la que habrían que llegar en algún momento, una vez perdidos sus referentes y sus influencias en las zonas del Mar Negro, de Asia Menor o del norte de África, en las que habían vivido durante siglos, desde que los griegos de las polis se lanzaron a colonizar parte de las costas del Mediterráneo, o cuando menos, desde que Constantinopla hereda los territorios orientales de lo que fue el Imperio Romano. El problema es que Grecia se había construido como Estado sobre una idea importada, la idea estética de la Ilustración europea, que habría de contribuir a la creación de un Estado griego moderno que pudiera descubrir y proteger las antigüedades clásicas como un bien cultural común a todo un continente en plena expansión colonial. Pero para los griegos, el helenismo era, desde la caída de Constantinopla y hasta el siglo XX, como afirma el historiador greco-francés Svoronos (15), un problema nacional con dos pilares difícilmente practicables en la Europa contemporánea, a saber, la liberación de todos los territorios helenizados, más allá de la exigüidad de las fronteras pactadas en 1830, y la consolidación de un Estado sin intervenciones extranjeras. De ahí que los territorios del helenismo real distaran mucho de comprender el pequeño territorio de la Grecia actual. Las aventuras bélicas de muchos de los gobiernos helenos, que trataron, desde entonces, de “recuperar” dichos territorios, provocaron continuos enfrentamientos con los Estados vecinos, muchos de ellos de nuevo cuño, y terminaron por provocar expulsiones de las comunidades de origen heleno que aún vivían en los países correspondientes. Ello ocurrió en Bulgaria, en Rumanía, en Rusia, como hemos visto, pero sobre todo, la comunidad más numerosa, la de Asia Menor, que llegó en distintas oleadas a la madre patria, conforme se fue afianzando la nueva república turca. En El valle que llora, aparecen poco después en Salónica, los refugiados que salieron de Constantinopla y de otras ciudades, tras el desastre de Asia Menor y las matanzas de Esmirna en 1922. Cuando Eleni y Alexis huyen del valle son ayudados por una banda de músicos que los introducen en ese mundo de refugiados como ellos. Recalan en primer lugar en un teatro. La llegada al nuevo mundo para los jóvenes nos regala dos de las secuencias más hermosas del filme, sendos homenajes al cine griego y al propio mundo imaginario de Anguelópulos. La primera es el teatro de la ciudad, donde se instalan al llegar, entre todos los refugiados que, a la llegada a Grecia, aún no tenían donde ir. Han ocupado los palcos, como pequeños dormitorios improvisados, se escuchan voces que evocan la vida cotidiana, pero también de músicos que ensayan y cantan. Un largo plano secuencia hace un recorrido desde el pasillo, mostrando la vida en esos palcos, la noche en la que llegan los jóvenes. Por un lado, parece un homenaje al magnífico plano secuencia de El ogro (1956) de Nicos Cúnduros, cuando la banda de delincuentes se prepara para dar el gran golpe al Olimpíon de Atenas, simulando la preparación ritual para la batalla de los valientes helenitas en las guerras de la independencia griega; por otro lado, hace una autorreferencia, por el tema de la música, los refugiados y el ambiente de solidaridad entre ellos, al impresionante plano secuencia de La mirada de Ulises, cuando A. y su anfitrión salen por las calles de Sarajevo entre la niebla, descubriendo una vida cultural plena, a resguardo de los francotiradores de la cruenta guerra. Cuando Spyros los alcanza de nuevo en el teatro, los jóvenes huyen hacia el monte de las sábanas, la segunda de las secuencias impresionantes, que nos muestra las filas de sábanas blancas tendidas ante el poblado chabolista en el que viven otra parte de los refugiados.

Como en las películas de la Trilogía de la Historia, ésta está presente como trasfondo del hilo argumental, que a ratos se nos hace algo endeble. Dicho trasfondo histórico aparece demasiado evidente, para los que Anguelópulos nos tenía acostumbrados, en cada cambio que pretende darse a los acontecimientos. Así, vivimos con los protagonistas las huelgas que precedieron al golpe de Metaxás del 36, el fortalecimiento de las falanges fascistas del dictador que provocaron la purga de trabajadores, sindicalistas y buena parte del mundo artístico, la invasión italiana, la entrada en la 2ª Guerra Mundial o la ocupación alemana y, finalmente, la Guerra Civil (1945-1949). Es la época que ya había tratado, desde otra perspectiva, en El viaje de los comediantes. No deja de dar la impresión de que el El valle que llora, como más adelante en El polvo del tiempo, la mirada a la Historia no es sino un compendio de los hechos principales, una especie de recuerdo de aquellos tiempos que en la primera trilogía había tratado con gran complejidad y que se amplía por delante desde el final de la I Guerra Mundial. Tal vez éste sea el punto más débil de estas nuevas películas. Como si de un testamento se tratara, Anguelópulos parece querer resumir elementos de toda su obra en la única de las trilogías que conscientemente es llamada así, Trilogía. La Historia, el mito, la música, las turbias relaciones familiares, el viaje o los viajes, el mar y la niebla como destinos inescrutables, es decir, todos aquellos elementos argumentales que han llenado su cine se presentan aquí como en gotas dispersas alrededor de un hilo argumental excesivamente esquemático y previsible.


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No dejamos de encontrar, sin embargo, a lo largo del metraje de El valle que llora magistrales planos secuencia que por sí solos marcan una estética única y personal del director y que justifican su mera contemplación. Destacan, en este sentido, los planos sobre el río en barcazas, como grandes frescos pictóricos. Sobresale el del entierro de Spyros, que hace volver a los chicos al valle, presidiendo el cortejo sobre grandes balsas que avanzan por el río rodeadas de barcas. Pero sobre todo, la gran secuencia de la inundación, que sobrepasa todos los límites de la contención poética para desbordar estéticamente la pantalla. Tras una noche de lluvias intensas, el río desbordado inunda el pueblo entero y sus habitantes han de salir de sus casas en barcazas y balsas, escuchándose los gritos entre los vecinos. Los jóvenes, que han vuelto al pueblo con los gemelos adolescentes, rechazados en principio por la comunidad tras la muerte de Spyros, son ayudados en la tragedia por el resto de la gente, pero abandonados de nuevo cuando se encuentran a salvo de las aguas, mientras el pueblo entero ha encendido hogueras alrededor de las que baila y exorciza la mala suerte, convertida para ellos en otro golpe del destino, una segunda expulsión de sus tierras, pero encarnándola en la pasión maldita de los dos hermanos, a pesar de que no eran hermanos de sangre. Destaca igualmente la secuencia de la orquesta entre las sábanas que marca el fin de otra época, el inicio de la dura dictadura de Metaxas. Los chicos, tras confesar los temores que sobrevuelan su relación, escuchan una música hipnótica y la siguen. Entre las sábanas blancas que cuelgan perennes como banderas bajo el monte de los refugiados, van surgiendo los músicos que interpretan la hermosa música hasta juntarse todos en el mar. La actuación es interrumpida por disparos que presagian esta época de terror que Anguelópulos había tratado con profusión en El viaje de los comediantes. La muerte del jefe de la orquesta, Nicos, destacado sindicalista, marca el final de ese mundo de lucha social, pero también el fin de la unión de la pareja. Alexis zarpa para una gira con la orquesta de Marcos Vambacaris, el gran maestro del rebético. La despedida en el puerto, ante el mar de Salónica, cierra el plano en las manos de Eleni que porta una tela de lana. Alexis coge uno de los hilos y deshila la tela como Teseo a la entrada del laberinto, en este caso, el laberinto de una nueva emigración forzada que terminará siendo definitiva. Al alejarse en la barca, el hilo se rompe. Es la ruptura definitiva que marcará el resto de sus vidas. Los acontecimientos, por un lado, de nuevo la Historia que aplasta a los individuos en su frágil individualidad, acabarán separando a la familia. Eleni es detenida, obligada a abandonar a sus hijos, Alexis se queda estancado en América intentando traer a su familia, la nueva Guerra les impide juntarse. Por las cartas rápidas que lee Alexis en voz alta, que Eleni terminará por recibir al final de la Guerra, sabemos que se ha alistado con los americanos para obtener la nacionalidad y luchar en Europa para buscar a su familia. Cuando Eleni recibe las cartas de manos de sus carceleros, éstas habían sido encontradas junto a un soldado americano muerto en la batalla del Pacífico. También se entera de que sus hijos han sido alistados, pero cada uno en uno de los bandos que luchan en la Guerra Civil.


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En la única secuencia de esta película en la que Anguelópulos juega con el tiempo. Eleni viaja con otras madres al campo de batalla final en el que yacen los soldados muertos del final de la guerra acompañadas del ejército vencedor, con el fin de reconocer los cadáveres de sus hijos. Como si fuera la rueda del destino que, al girar, termina presentando un retorno nietszchiano hacia lo mismo, ese campo de batalla es precisamente el valle inundado del que años atrás salieron los amantes en la pubertad huyendo de una boda descabellada para defender su amor. El mismo valle del que, más adelante, tras la muerte de Spyros, tuvieron que huir de nuevo, ahora con sus hijos adolescentes, de la gran inundación y de la maldición de los vecinos. Ahora, tras los largos años de guerra, se convierte de nuevo en el escenario final de las batallas fratricidas. Una de las vecinas, arrepentida de cómo la habían tratado, la acoge y la conduce a aquel campo de batalla final, donde sabe que está el cadáver de uno de sus hijos gemelos. El otro, le dice, el partisano, ha conseguido cruzar la frontera. Es así como Eleni, al acercarse, consigue ver, como en una capa de pasado, el reencuentro de ambos hermanos cada uno vestido con el uniforme de su bando, uno partisano, el otro monárquico. Tras saludarse, se despiden tristemente para volver cada cual, a su puesto, aun a sabiendas de que cualquiera de los dos podrá morir en cualquier momento de un tiro del otro. De hecho, después de la visión, Eleni sale hacia los restos del pueblo inundado, en medio del cual sobresale el segundo piso de la casa de su infancia. En una de las tantas barcas en las que acostumbraba a moverse por el río, se dirige hacia ella. Allí encuentra finalmente el cadáver de su hijo. El círculo se cierra. Aquella tierra maldita, eternamente inundada por las lágrimas, que había sido concedida por el gobierno griego que los acogió en su huida de Odessa, aquella tierra en la que habían levantado una aldea de refugiados, en cierto modo, al margen del nuevo Estado, de la Grecia que supuestamente era su madre patria, aquella tierra de la que habían tenido que huir para preservar su amor, ahora era la tumba inundada del fruto de ese amor prohibido y maldito. Este es el cierre impresionante de la película. Escuchamos los gritos desgarrados de una Eleni aún joven que deberá pasar, como la tierra de la que toma el nombre, por muchos otros avatares a lo largo de la vida que aún le queda. Sola.

Sin duda, esta primera película de Trilogía no la consideraríamos una obra cumbre de Anguelópulos. Tampoco es una obra menor. Es la obra de un maestro, de eso no cabe la menor duda. Sin embargo, el loable intento de revisar la Historia de Grecia, esta vez en relación hacia su exterior, hacia las fronteras rotas una y mil veces de lo que ha sido el helenismo como idea, poniendo el énfasis en la mirada del griego de fuera, el que llega a una patria que los mira como extraños y en la que también ellos se sienten como extraños, porque no era su ideal de la patria, choca con un hilo argumental, que deja ver sus mecanismos con demasiada frecuencia. La puesta en escena lineal, que rompe con la maestría a la que Anguelópulos nos tenía acostumbrados al presentarnos el tiempo, al hacer del tiempo un elemento estético primordial, básico para comprender los elementos de la historia de la idea del helenismo que bullían en sus películas es otro de los defectos menores que encontramos en ella. Esto provoca a veces la sensación de estar ante una sucesión de cuadros, estéticamente impresionantes, pero no tan perfectamente hilvanados como lo estaban en los tres filmes de su trilogía anterior. Incluso en algunos momentos las magníficas imágenes de los planos se ven interrumpidas por un molesto uso del montaje, que Anguelópulos había dejado prácticamente de utilizar. Esto no significa que El valle que llora sea una película menor, ni mucho menos, más bien diríamos que es la primera parte de un testamento estético que Anguelópulos preparaba con esta trilogía. Pero a la vez, es un ajuste de cuentas, con cierto tono de epígono de una obra anterior magistral, con el imaginario social y cultural de helenismo, la idea que Grecia y Europa han construido a lo largo de un siglo sobre lo que debe ser un país convertido en símbolo de toda una cultura.

 

Notas

(1) AGUILERA VITA A., “La mirada de Ulises (Το βλέμμα του Οδυσσέα, T. Anguelópulos, 1995), La mirada del siglo, la mirada del clásico”, Metakinema 18 (2016). http://www.metakinema.es/metakineman18s1a1_Mirada_Ulises_Anguelopulos_Antonio_Aguilera_Vita.html

(2) HEIDEGGER M., Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2012.

(3) KANT E., Crítica de la razón pura (Ed. de Pedro Ribas), Taurus, Madrid, 2007, 2ª ed.

(4) Puede uno iniciarse en estos temas con dos libros ciertamente entretenidos y, a la vez, serios: LINDLEY D., Incertidumbre. Einstein, Heisenberg, Borg y la lucha por la esencia de la ciencia, Ariel, Barcelona, 2010; KRUGH H., Historia de la cosmología. De los mitos al universo inflacionario, Crítica, Madrid, 2008.

(5) El filósofo Gilles Deleuze iniciará una serie de estudios sobre el cine en los que trata, entre otros, estos temas, que abrirán nuevos campos de investigación que muchos tratamos de continuar y profundizar: DELEUZE G., La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Paidós, Barcelona, 1984; DELEUZE G., La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Paidós, Barcelona, 1985.

(6) CHATEAU D., Estética del cine, La Marca editora, Buenos Aires, 2010.

(7) BAZIN A., ¿Qué es el cine?,Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed. Es de reseñar el estudio señero sobre el tema, “Ontología de la imagen cinematográfica”, pp. 23-30, pero se trata de una recopilación de artículos lúcidos y perfectamente vigentes.

(8) CASTORIADIS C., La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets Editores, Barcelona, 2013 (Ed. Revisada).

(9) SAID E., Cultura e imperialismo, Anagrama, Barcelona, 2004, 3ª ed.

(10) CASTORIADIS, Op.cit.

(11) Τριλογία 1: Το λιβάδι που δακρύζει. Como nos tienen acostumbrados los distribuidores cinematográficos españoles cuando se trata de películas de nacionalidades exóticas, recurren al título con el que se distribuye en Francia o Reino Unido, por lo general, por lo que en este caso el título español fue Eleni, el nombre de la protagonista. En realidad, Eleni es la protagonista, al menos su nombre, de las tres películas, por lo que de simbólico tiene dicho nombre para la idea del helenismo.

(12) CACRID, I.C., Οι αρχαίοι έλληνες στην νεοελληνική λαική παράδοση, Morfoticó ídryma eznikis trapesis, Atenas, 1979.

(13) CLOGG R., Historia de Grecia, Akal, Madrid, 3ªed.

(14) AGUILERA VITA A., “Representación y referencia entre los comediantes de Anguelópulos: el último cineasta moderno”, en Salvador Ventura, F. (ed.), Cine y Representación, Université Paris-Sud, París, 2012, pp. 205-232.

(15) SVORONOS N.G., Ανάλεκτα νεοελληνικής ιστορίας και ιστοριογραφίας, Cemelio, Athina, 1999, p. 220.

 

 

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ISSN 1988-8848